Desde que Riot anunció que instauraría un sistema de franquicias en su LCS norteamericana, enseguida se habló sobre el desequilibrio que eso iba a crear con Europa. Sin embargo, cuando Blizzard hizo lo mismo con Overwatch las críticas vaticinaron que la compañía iba a romper el cántaro antes de llegar a probar la leche, puesto que la tasa de entrada que se pedía a los clubes que quisieran formar parte de la primera liga era elevada. La brecha entre regiones no es insalvable en cuanto a League of Legends, aunque sí da toda la sensación de que el nivel ha crecido muchísimo en el otro continente y decrecido en este; mientras que el éxito del shooter de Blizzard es incontestable en espectadores en todo el mundo y la compañía ya se plantea ampliar la competición, aunque pidiéndoles a los clubes que ahora estén interesados en entrar más dinero que a los fundacionales.
Y claro, con todo esto, no son ya ni uno ni dos los clubes españoles que se preguntan: ¿y por qué no un sistema de franquicias aquí? Porque, no nos engañemos, los clubes se las ven y se las desean para mantener a flote sus equipos. Los gastos se multiplican cuanto más proliferan los presenciales, cosa que efectivamente hace crecer los esports, pero que resulta mucho más caro. Y la entrada de dinero es la clásica, la que todo club de atletismo, fútbol sala o de cualquier deporte que os imaginéis conoce de sobra: llamar a cien mil puertas para ir sacando un poco de cada y poder cuadrar el presupuesto. Para muchos, los más pequeños siempre, 2018 es un año de mantenerse a flote y quedar a la espera de que llegue el sistema salvador famoso de las franquicias.
Tiene su lógica. Con ellas, los clubes van juntos a la caza de patrocinadores, se reparten de una manera igualitaria el pastel e incluso pueden empezar a ofrecer garantías salariales y contractuales a sus jugadores, que también ganarían una representación en la toma de decisiones. Eso, sobre el papel, es maravilloso. Pero, y aquí viene lo peliagudo, no todo es tan sencillo. En la segunda acepción admitida por la RAE para la palabra “franquicia” podemos leer: “Concesión de derechos de explotación de un producto, actividad o nombre comercial, otorgada por una empresa a una o varias personas en una zona determinada”. Es decir, que si de repente se unen una serie de clubes y deciden montar un sistema de franquicias para la competición de, por ejemplo, Clash Royale, teóricamente bastaría con ponerse de acuerdo con Supercell. En España, por el momento, el sistema no es este y es necesario comenzar a pensar qué pasos va a querer dar nuestra industria y hacia dónde.
Va a haber que esperar a ver cómo lo hace Riot con la implantación en el viejo continente. Pero desde luego todo apunta a que las desarrolladoras, menos Valve quizás, van tomando nota de algo que hasta ahora no había sido importante, pero que la entrada de nuevos medios (como la televisión) en el mundillo del deporte electrónico hace que sea prioritario: los derechos de emisión. Riot los controla; Activision ha tomado nota con Call of Duty y cada vez se van acotando más los permisos para los fancast (narraciones de ciertas competiciones por parte de seguidores, desde sus canales de twitch preferentemente).
El tiempo, entiendo que breve, dirá si se prescindirá de intermediarios, que quizá fuera lo ideal. Que las compañías dueñas de los derechos permitan las franquicias y sean los clubes los que gestionen. Porque esto no es el deporte convencional, en el que malamente asumiríamos los europeos amantes de la meritocracia de galería eso de que no hubiera ni ascensos, ni descensos. Y el concepto romántico de ver crecer un club desde la nada hasta el olimpo es también eso, una utopía. Los esports tienen salida y viabilidad si se regula y se protege a sus principales protagonistas: jugadores y clubes. Esperemos que el melón nos salga bueno. Palpémoslo con tino, que lo queremos bien dulce.
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